lunes, 25 de octubre de 2010

"EL COMBATE DE LA TAPERA" DE DUARDO ACEVEDO DÍAZ

I
Era después del desastre del Catalán, más de setenta años hace.
Un tenue resplandor en el horizonte quedaba apenas de la luz del día.
La marcha había sido dura, sin descanso.
Por las narices de los caballos sudorosos escapaban haces de vapores, y se hundían y dilataban alternativamente sus ijares como si fuera poco todo el aire para calmar el ansia de los pulmones.
Algunos de estos generosos brutos presentaban heridas anchas en los cuellos y pechos, que eran desgarraduras hechas por la lanza o el sable.
En los colgajos de piel había salpicado el lodo de los arroyos y pantanos, estancando la sangre.
Parecían jamelgos de lidia, embestidos y maltratados por los toros. Dos o tres cargaban con un hombre a grupas, además de los jinetes, enseñando en los cuartos uno que otro surco rojizo, especie de líneas trazadas por un látigo de acero, que eran huellas recientes de las balas recibidas en la fuga.
Otros tantos, parecían ya desplomarse bajo el peso de su carga, e íbanse quedando a retaguardia con las cabezas gachas, insensibles a la espuela.
Viendo esto el sargento Sanabria gritó con voz pujante:
-¡Alto!
El destacamento se paró.
Se componía de quince hombres y dos mujeres; hombres fornidos, cabelludos, taciturnos y bravíos; mujeres-dragones de vincha, sable corvo y pie desnudo.
Dos grandes mastines con las colas barrosas y las lenguas colgantes, hipaban bajo el vientre de los caballos, puestos los ojos en el paisaje oscuro y siniestro del fondo de donde venían, cual si sintiesen todavía el calor de la pólvora y el clamoreo de guerra.
Allí cerca, al frente, percibíase una "tapera" entre las sombras. Dos paredes de barro batido sobre "tacuaras" horizontales, agujereadas y en parte derruidas; las testeras, como el techo, habían desaparecido.
Por lo demás, varios montones de escombros sobre los cuales crecían viciosas las hierbas; y a los costados, formando un cuadro incompleto, zanjas semicegadas, de cuyo fondo surgían saúcos y cicutas en flexibles bastones ornados de racimos negros y flores blancas.
-A formar en la tapera -dijo el sargento con ademán de imperio-. Los caballos a retaguardia con las mujeres, a que pellizquen. .. ¡Cabo Mauricio! haga echar cinco tiradores vientre a tierra, atrás del cicuta!... Los otros adentro de la tapera, a cargar tercerolas y trabucos. ¡Pie a tierra dragones, y listo, canejo!
La voz del sargento resonaba bronca y enérgica en la soledad del sitio.
Ninguno replicó.
Todos traspusieron la zanja y desmontaron, reuniéndose poco a poco.
Las órdenes se cumplieron. Los caballos fueron maneados detrás de una de las paredes de lodo seco, y junto a ellos se echaron los mastines resollantes. Los tiradores se arrojaron al suelo a espaldas de la hondonada cubierta de malezas, mordiendo el cartucho; el resto de la extraña tropa distribuyose en el interior de las ruinas que ofrecían buen número de troneras por donde asestar las armas de fuego; y las mujeres, en vez de hacer compañía a las transidas cabalgaduras, pusiéronse a desatar les sacos de munición o pañuelos llenos de cartuchos deshechos, que los dragones llevaban atados a la cintura en defecto de cananas.
Empezaban afanosas a rehacerlos, en cuclillas, apoyadas en las piernas de los hombres, cuando caía ya la noche.
-Naide pite -dijo el sargento-. Carguen con poco ruido de baqueta y reserven los naranjeros hasta que yo ordene... Cabo Mauricio! vea que esos mandrias no se duerman si no quieren que les chamusque las cerdas... ¡Mucho ojo y la oreja parada!
-Descuide, sargento -contestó el cabo con gran ronquera-; no hace falta la advertencia, que aquí hay más corazón que garganta de sapo.
Transcurrieron breves instantes de silencio.
Uno de los dragones, que tenía el oído en el suelo, levantó la cabeza y .murmuró bajo:
-Se me hace tropel. . . Ha de ser caballería que avanza.
Un rumor sordo de muchos cascos sobre la alfombra de hierbas cortas, empezaba en realidad a percibirse distintamente.
-Armen cazoleta y aguaiten, que ahí vienen los portugos. ¡Va el pellejo, barajo! Y es preciso ganar tiempo a que resuellen los mancarrones. Ciriaca, ¿te queda caña en la mimosa?
-Está a mitad -respondió la aludida, que era una criolla maciza vestida a lo hombre, con las greñas recogidas hacia arriba y ocultas bajo un chambergo incoloro de barboquejo de lonja sobada-. Mirá, güeno es darles un trago a los hombres..
-Dales chinaza a los de avanzada, sin pijotearles.
Ciriaca se encaminó a los saltos, evitando las "rosetas", agachóse y fue pasando e1 "chifle" de boca en boca.
Mientras esto hacia, el dragón de un flanco le acariciaba las piernas y el otro le hacía cosquillas en el seno, cuando ya no era que le pellizcaba alguna forma más mórbida, diciendo: "¡luna llena!".
-¡Te ha de alumbrar muerto, zafao! -contestaba ella riendo al uno; y al otro: -¡largá lo ajeno, indino!- y al de más allá: -¡a ver si aflojás el chisme, mamón!
Y repartía cachetes.
-¡Poca vara alta quiero yo! -gritó el sargento con acento estentóreo-. Estamos para clavar el pico, y andan a los requiebros, golosos. ¡Apartáte Ciriaca, que aurita no mas chiflan las redondas!
En ese momento acrecentose el rumor sordo, y sonó una descarga entre voceríos salvajes.
El pelotón contestó con brío.
La tapera quedó envuelta en una densa humareda sembrada de tacos ardiendo; atmósfera que se disipó bien pronto para volverse a formar entre nuevos fogonazos y broncos clamoreos.
II
En los intervalos de las descargas y disparos, oíase el furioso ladrido de los mastines haciendo coro a los ternos y crudos juramentos.
Un semicírculo de fogonazos indicaba bien a las claras que el enemigo había avanzado en forma de media luna para dominar la tapera con su fuego graneado.
En medio de aquel tiroteo, Ciriaca se lanzó fuera con un atado de cartuchos en busca de Mauricio.
Cruzó el corto espacio que separaba a éste de la tapera, en cuatro manos, entre silbidos siniestros.
Los tiradores se revolvían en los pastos como culebras, en constante ejercicio de baquetas.
Uno estaba inmóvil, boca abajo.
La china le tiró de la melena, y notola inundada de un líquido caliente.
-¡Mírá! -exclamó-, le ha dao en el testuz.
-Ya no traga saliva -añadió el cabo-. ¿Trujiste pólvora?
-Aquí hay y balas para hacer tragar a los portugos. Lástima que estea oscuro... ¡Cómo tiran esos mandrias!
Mauricio descargó su carabina.
Mientras extraía otro cartucho del saquillo dijo mordiéndolo:
-Antes que éste, ya quisieran ellos otro calor. ¡Ah, si te agarran, Ciriaca! A la fija que te castigan como a Fermina.
-¡Que vengan por carne! -barbotó la china.
Y esto diciendo, echó mano a la tercerola del muerto, que se puso a baquetear con gran destreza.
-¡Fuego! -rugía la voz del sargento-. Al que afloje lo degüello con el mellao.
III
Las balas que penetraban en la tapera, habían dado ya en tierra con tres hombres. Algunas, perforando el débil muro de lodo, hirieron y derribaron varios de los transidos matalotes.
La segunda de las criollas, compañera de Sanabria, de nombre Catalina, cuando más recio era el fuego que salía del interior por las troneras improvisadas, escurrióse a manera de tigra por el cicutal, empuñando la carabina de uno de los muertos.
Era Cata -como la llamaban- una mujer fornida y hermosa, color de cobre, ojos muy negros velados por espesas pestañas, labios hinchados y rojos, abundosa cabellera, cuerpo de un vigor extraordinario, entraña dura y acción sobria y rápida. Vestía blusa y chiripá y llevaba el sable a la bandolera.
La noche estaba muy oscura, llena de nubes tempestuosas; pero los rojos culebrones de las alturas o grandes "refucilos" en lenguaje campesino, alcanzaban a iluminar el radio que el fuego de las descargas dejaba en las tinieblas.
Al fulgor del relampagueo, Cata pudo observar que la tropa enemiga había echado pie a tierra y que los soldados hacían sus disparos de "mampuesta" sobre el lomo de los caballos, no dejando más blanco que sus cabezas.
Algunos cuerpos yacían tendidos aquí y allá. Un caballo moribundo con los cascos para arriba se agitaba en convulsiones sobre su jinete muerto.
De vez en cuando un trompa de órdenes lanzaba sones precipitados de atención y toques de guerrilla, ora cerca, ya lejos, según la posición que ocupara su jefe.
Una de esas veces, la corneta resonó muy próxima.
A Cata le pareció por el eco que el resuello del trompa no era mucho, y que tenía miedo.
Un relámpago vivisimo bañó en ese instante el matorral y la loma, y permitiole ver a pocos metros al jefe del destacamento portugués que dirigía en persona un despliegue sobre el flanco, montado en un caballo tordillo.
Cata, que estaba encogida entre los saúcos, lo reconoció al momento.
Era el mismo; el capitán Heitor, con su morrión de penacho azul, su casaquilla de alamares, botas largas de cuero de lobo, cartera negra y pistoleras de piel de gato.
Alto, membrudo, con el sable corvo en la diestra, sobresalía con exceso de la montura, y hacia caracolear su tordillo de un lado a otro, empujando con los encuentros a los soldados para hacerlos entrar en fila.
Parecía iracundo, hostigaba con el sable y prorrumpía en denuestos. Sus hombres, sin largar los cabestros y sufriendo los arranques y sacudidas de los reyunos alborotados, redoblaban el esfuerzo, unos rodilla en tierra, otros escudándose en las cabalgaduras.
Chispeaba el pedernal en las cazoletas en toda la línea, y no pocas balas caían sin fuerza a corta distancia, junto al taco ardiendo.
Una de ellas dio en la cabeza de Cata, sin herirla, pero derribándola de costado.
En esa posición, sin lanzar un grito, empezó a arrastrarse en medio de las malezas hacia lo intrincado del matorral, sobre el que apoyaba su ala Heitor.
Una hondonada cubierta de breñas favorecía sus movimientos.
En su avance de felino, Cata llegó a colocarse a retaguardia de la tropa, casi encima de su jefe.
Oía distintamente las voces de mando, los lamentos de los heridos, y las frases coléricas de los soldados, proferidas ante una resistencia inesperada, tan firme como briosa.
Veía ella en el fondo de las tinieblas la mancha más oscura aún que formaba la tapera, de la que surgían chisporroteos continuos y lúgubres silbidos que se prolongaban en el espacio, pasando con el plomo mortífero por encima del matorral; a la vez que percibía a su alcance la masa de asaltantes al resplandor de sus propios fogonazos, moviéndose en orden, avanzando o retrocediendo, según las voces imperativas.
IV
De la tapera seguían saliendo chorros de fuego entre una humareda espesa que impregnaba el aire de fuerte olor a pólvora.
En el drama del combate nocturno, con sus episodios y detalles heroicos, como en las tragedias antiguas, había un coro extraño, lleno de ecos profundos, de esos que solo parten de la entraña herida. Al unísono con los estampidos, oíanse gritos de muerte, alaridos de hombre y de mujer unidos por la misma cólera, sordas ronqueras de caballos espantados, furioso ladrar de perros; y cuando la radiación eléctrica esparcía su intensa claridad sobre el cuadro, tiñéndolo de un vivo color amarillento, mostraba al ojo del atacante, en medio del nutrido boscaje, dos picachos negros de los que brotaba el plomo, y deformes bultos que se agitaban sin cesar como en una lucha cuerpo a cuerpo. Los relámpagos sin serie de retumbos, a manera de gigantescas cabelleras de fuego desplegando sus hebras en el espacio lóbrego, contrastaban por el silencio con las rojizas bocanadas de las armas seguidas de recias detonaciones. El trueno no acompañaba al coro, ni el rayo como ira del cielo la cólera de los hombres. En cambio, algunas gruesas gotas de lluvia caliente golpeaban a intervalos en los rostros sudorosos sin atenuar por eso la fiebre de la pelea.
El continuo choque de proyectiles había concluido por desmoronar uno de los tabiques de barro seco, ya débil y vacilante a causa de los ludimientos de hombres y de bestias, abriendo ancha brecha por la que entraban las balas en fuego oblicuo.
La pequeña fuerza no tenía más que seis soldados en condiciones de pelea. Los demás habían caído uno en pos del otro, o rodado heridos en la zanja del fondo, sin fuerzas ya para el manejo del arma.
Pocos cartuchos quedaban en los saquillos.
El sargento Sanabria empuñando un trabuco, mandó cesar el fuego, ordenando a sus hombres que se echaran de vientre para aprovechar sus últimos tiros cuando el enemigo avanzase.
-Ansi que se quemen ésos -añadió- monte a caballo el que pueda, y a rumbear por el lao de la cuchilla ... Pero antes, naide se mueva si no quiere encontrarse con la boca de mi trabuco... ¿Y qué se han hecho las mujeres? No veo a Cata...
-Aquí hay una -contestó una voz enronquecida-. Tiene rompida la cabeza, y ya se ha puesto medio dura...
-Ha de ser Ciriaca.
-Por lo motosa es la mesma, a la fija.
-¡Cállense! -dijo el sargento.
El enemigo había apagado también sus fuegos, suponiendo una fuga, y avanzaba hacia la "tapera".
Sentíase muy cercano ruido de caballos, choque de sables y crujido de cazoletas.
-No vienen de a pie -dijo Sanabria- ¡Menudeen bala!
Volvieron a estallar las descargas.
Pero, los que avanzaban eran muchos, y la resistencia no podía prolongarse.
Era necesario morir o buscar la salvación en las sombras y en la fuga.
El sargento Sanabria descargó con un bramido su trabuco.
Multitud de balas silbaron al frente; las carabinas portuguesas asomaron casi encima de la zanja sus bocas a manera de colosales tucos, y una humaza densa circundó la "tapera" cubierta de tacos inflamados.
De pronto, las descargas cesaron.
Al recio tiroteo se siguió un movimiento confuso en la tropa asaltante, choques, voces, tumultos, chasquidos de látigos en las tinieblas, cual si un pánico repentino la hubiese acometido; y tras esa confusión pavorosa algunos tiros de pistola y frenéticas carreras, como de quienes se lanzan a escape acosados por el vértigo.
Después un silencio profundo.
Solo el rumor cada vez más lejano de la fuga, se alcanzaba a percibir en aquellos lugares desiertos, y minutos antes animados por el estruendo. Y hombres y caballerías, parecían arrastrados por una tromba invisible que los estrujara con cien rechinamientos entre sus poderosos anillos.
V
Asomaba una aurora gris-cenicienta, pues el sol era impotente para romper la densa valla de nubes tormentosas, cuando una mujer salía arrastrándose sobre manos y rodillas del matorral vecino; y ya en su borde, que trepó con esfuerzo, se detenía sin duda a cobrar alientos, arrojando una mirada escudriñadora por aquellos sitios desolados.
Jinetes y cabalgaduras entre charcos de sangre, tercerolas, sables y morriones caídos acá y acullá, tacos todavía humeantes, lanzones mal encajados en el suelo blando de la hondonada con sus banderolas hechas flecos, algunos heridos revolviéndose en las hierbas, lívidos, exangües, sin alientos para alzar la voz; tal era el cuadro en el campo que ocupó el enemigo.
El capitán Heitor, yacía boca abajo junto a un abrojal ramoso.
Una bala certera disparada por Cata lo había derribado de los lomos en mitad del asalto, produciendo el tiro y la caída, la confusión y la derrota de sus tropas, que en la oscuridad se creyeron acometidas por la espalda.
Al huir aturdidos, presos de un terror súbito, descargaron los que pudieron sus grandes pistolas sobre las breñas, alcanzando a Cata un proyectil en medio del pecho.
De ahí le manaba un grueso hilo de sangre negra.
El capitán aún se movía. Por instantes se crispaba violento, alzándose sobre los codos, para volver a quedarse rígido. La bala le había atravesado el cuello, que tenía todo enrojecido y cubierto de cuajarones.
Revolcado con las ropas en desorden y las espuelas enredadas en la maleza, era el blanco del ojo bravío y siniestro de Cata, que a él se aproximaba en felino arrastre con un cuchillo de mango de asta en la diestra.
Hacia el frente, vejase la tapera hecha terrones; la zanja con el cicutal aplastado por el peso de los cuerpos muertos; y allá en el fondo, donde se marearon los caballos, un montón deforme en que sólo se descubrían cabezas, brazos y piernas de hombres y matalotes en lúgubre entrevero.
El llano estaba solitario. Dos o tres de los caballos que habían escapado a la matanza, mustios, con los ijares hundidos y los aperos revueltos, pugnaban por triscar los pastos a pesar del freno. Saliales junto a las coscojas un borbollón de espuma sanguinolenta.
Al otro flanco, se alzaba un monte de talas cubierto en su base de arbustos espinosos.
En su orilla, como atisbando la presa, con los hocicos al viento y las narices muy abiertas, ávidas de olfateo, medía docena de perros cimarrones iban y venían inquietos lanzando de vez en cuando sordos gruñidos.
Catalina, que había apurado su avance, llegó junto a Heitor, callada, jadeante, con la melena suelta como un marco sombrío a su faz bronceada: reincorporose sobre sus rodillas, dando un ronco resuello, y buscó con los dedos de su izquierda el cuello del oficial portugués, apartando e1 liquido coagulado de los labios de la herida.
Si hubiese visto aquellos ojos negros y fijos; aquella cabeza crinuda inclinada hacia él, aquella mano armada de cuchillo, y sentido aquella respiración entrecortada en cuyos hálitos silbaba el instinto como un reptil quemado a hierro, el brioso soldado hubiérase estremecido de pavura.
Al sentir la presión de aquellos dedos duros como garras, el capitán se sacudió, arrojando una especie de bramido que hubo de ser grito de cólera; pero ella, muda e implacable, introdujo allí el cuchillo, lo revolvió- con un gesto de espantosa saña, y luego cortó con todas sus fuerzas, sujetando bajo sus rodillas la mano de la víctima, que tentó alzarse convulsa.
-Al ñudo ha de ser! -rugió el dragón-hembra con ira reconcentrada.
Tejidos y venas abriéronse bajo el acerado filo hasta la tráquea, la cabeza se alzó besando dos veces el suelo, y de la ancha desgarradura saltó- en espeso chorro toda la sangre entre ronquidos.
Esa lluvia caliente y humeante batió el seno de Cata, corriendo hasta el suelo.
Soportola inmóvil, resollante, hoscosa, fiera; y al fin, cuando el fornido cuerpo del capitán cesó de sacudirse quedándose encogido, crispado, con las uñas clavadas en tierra, en tanto el rostro vuelto hacia arriba enseñaba con la boca abierta y los ojos saltados de las órbitas, el ceño iracundo de la última hora, ella se pasó el puño cerrado por el seno de arriba abajo con expresión de asco, hasta hacer salpicar los coágulos lejos, y exclamó con indecible rabia:
-¡Que la lamban los perros!
Luego se echó de bruces, y siguió arrastrándose hasta la tapera.
Entonces, los cimarrones coronaron la loma, dispersos, a paso de fiera, alargando cuanto podían sus pescuezos de erizados pelos como para aspirar mejor el fuerte vaho de los declives.
VI
Algunos cuervos enormes, muy negros, de cabeza pelada y pico ganchudo, extendidas y casi inmóviles las alas, empezaban a poca altura sus giros en el espacio, lanzando su graznido de ansia lúbrica como una nota funeral.
Cerca de la zanja, vejase un perro cimarrón con el hocico y el pecho ensangrentados. Tenía propiamente botas rojas, pues parecía haber hundido los remos delanteros en el vientre de un cadáver.
Cata alargó el brazo, y lo amenazó con el cuchillo. El perro gruñó, enseñó el colmillo, el pelaje se le erizo en el lomo y bajando la cabeza preparose a acometer, viendo sin duda cuán sin fuerzas se arrastraba su enemigo.
-¡Vení, Canelón! -gritó Cata colérica, como si llamara a un viejo amigo- ¡A él, Canelón...
Y se tendió, desfallecida...
Allí, a poca distancia, entre un montón de cuerpos acribillados de heridas, polvorientos, inmóviles con la profunda quietud de la muerte, estaba echado un mastín de piel leonada como haciendo la guardia a su amo.
Un proyectil le había atravesado las paletas en su parte superior, y parecía postrado y dolorido.
Más lo estaba su amo. Era éste el sargento Sanabria, acostado de espaldas con los brazos sobre el pecho, y en cuyas pupilas dilatadas vagaba todavía una lumbre de vida.
Su aspecto era terrible.
La barba castaña recia y dura, que sus soldados comparaban con el borlón de un toro, aparecía teñida de roji-negro.
Tenía una mandíbula rota, y los dos fragmentos del hueso saltado hacia afuera entre carnes trituradas.
En el pecho, otra herida. Al pasarle el plomo el tronco, habíale destrozado una vértebra dorsal.
Agonizaba tieso, aquel organismo poderoso.
Al gritó de Cata, el mastín que junto a él estaba, parecía salir de su sopor; fuese levantando trémulo, como entumecido, dio algunos pasos inseguros fuera del cicutal y asomó la cabeza...
El cimarrón bajó la cola y se alejó relamiéndose los bigotes, a paso lento, importándole más el festín que la lucha. Merodeador de las breñas, compañero del cuervo, venía a hozar en las entrañas frescas, no a medirse en la pelea.
Volviose a su sitio el mastín, y Cata llegó a cruzar la zarja y dominar el lúgubre paisaje.
Detuvo en Sanabria, tendido delante, sobre lecho de cicutas, sus ojos negros, febriles, relucientes, con una expresión intensa de amor y de dolor.
Y arrastrándose siempre llegose a él, se acostó a su lado, tomó alientos, volviose a incorporar con un quejido, lo besó ruidosamente, apartole las manos del pecho, cubriole con las dos suyas le herida y quedose contemplándole con fijeza, cual si observara como se le escapaba a él la vida y a ella también.
Nublábansele las pupilas al sargento, y Cata sentía que dentro de ella aumentaba el estrago en las entrañas.
Giró en derredor la vista quebrada ya, casi exangüe, y pudo distinguir a pocos pasos una cabeza desgreñada que tenía los sesos volcados sobre los párpados a manera de horrible cabellera. El cuerpo estaba hundido entre las breñas.
-¡Ah!... ¡Ciriaca! -exclamó con un hipo violento.
En seguida extendió los brazos, y cayó a plomo sobre Sanabria.
El cuerpo de éste se estremeció; y apagase de súbito el pálido brillo de sus tilos.
Quedaron formando cruz, acostados sobre la misma charca, que Canelón olfateaba de vez en cuando entre hondos lamentos.

REALISMO


Introducción
El realismo fue una corriente artística que se propuso representar lo más fielmente posible las consecuencias humanas y sociales provocadas por la revolución industrial y las sucesivas transformaciones del mundo moderno.
Para conseguir esta visión tan global, el vehículo literario más adecuado fue la novela, que se convirtió en una de las expresiones artísticas emblemáticas del siglo XIX.

Por otra parte, el realismo no se concibe sin la existencia de la clase media burguesa (público lector de este subgénero, en gran parte debido a que vio reflejada su existencia en estas obras); la prensa diaria, que se convierte en vehículo de publicación de algunas de estas novelas.

Etapas
El Realismo surge a finales del primer tercio del siglo XIX en Francia con Balzac y Stendhal.

En España, cabe distinguir dos periodos, separados por el paréntesis revolucionario de 1868:

Prerrealismo (de 1843 a 1868). Alterna aspectos románticos (costumbrismo e idealización) con otros ya realistas (argumentos más definidos y mayor caracterización de los personajes), al tiempo que responde a un marcado dualismo (enfrentamiento de buenos y malos). A esta etapa pertenecen Fernán Caballero (1849, fecha de edición de su novela La Gaviota, se considera el inicio de la nueva tendencia realista) y Pedro Antonio de Alarcón.
Plenitud del Realismo (de 1875 a 1898). En un primer momento, las obras tienden a ser excesivamente ideológicas (son las conocidas como novelas de tesis), pero con el paso del tiempo se hacen más objetivas y se despojan de actitudes extraliterarias o moralizantes.
[editar] Características de la novela realista
La realidad contemporánea como tema esencial.
Los espacios novelescos son fundamentalmente urbanos porque en las ciudades es donde vive la burguesía y donde se está produciendo las transformaciones económicas y sociales.
El narrador habitual es el omnisciente, ya interfiera en el relato emitiendo juicios ya adopte una postura invisible o neutral.
Los personajes, que suelen ser numerosos, representan a un determinado grupo social; pero también se muestran personalidades individuales.
Construcción de tramas sencillas que se organizan por medio de contrastes: clases altas frente clases bajas; el vicio frente a la virtud; amor puro frente al libertinaje; la usura frente a la generosidad; el materialismo frente a la espiritualidad.
La narración respeta la temporalidad cronológica.

Técnicas narrativas empleadas
Observación de la realidad de forma casi científica para extraer de ella la documentación precisa.
Descripciones minuciosas tomadas del natural.
Como ya se ha dicho, narración objetiva, normalmente en tercera persona.
Utilización de un lenguaje y un estilo que no ofrezcan dificultades al lector y que, al mismo tiempo, reflejen el habla de los distintos personajes.
La exploración psicológica de éstos propicia la incorporación del estilo indirecto libre y del monólogo interior.
[editar] Principales representantes españoles de este movimiento
Juan Valera. Benito Pérez Galdós. Leopoldo Alas, Clarín. Emilia Pardo Bazán.

Entre los principales representantes hispanoamericanos de la narrativa realista encontramos a Eduardo Acevedo Díaz (Uruguay, 1851-1921; v.); Tomás Carrasquilla (Colombia, 1858-1941; v.); Carlos María Ocantos (Argentina, 1860-1949; v.) y Luis A. Martínez (Ecuador, 1868-1909; v.). Otro realista es el mexicano Rafael Delgado (1853-1914),

"LAZARILLO DE TORMES" TRATADO I

Tratado Primero
Cuenta Lázaro su vida y cuyo hijo fue.
Pues sepa vuestra merced ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue desta manera. Mi padre, que Dios perdone, tenia cargo de proveer una molienda de una aceña, que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí: de manera que con verdad puedo decir nacido en el río.
Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler venían, por lo que fue preso, y confesó y no negó y padeció persecución de justicia. Espero en Dios que está en la Gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados. En este tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fue mi padre, que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho, con cargo de acemilero de un caballero que allá fue, y con su señor, como leal criado, feneció su vida.
Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno dellos, y vínose a vivir a la ciudad, y alquiló una casilla, y metióse a guisar de comer a ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del Comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas.
Ella y un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban, vinieron en conocimiento. Éste algunas veces se venía a nuestra casa, y se iba a la mañana. Otras veces de día llegaba a la puerta, en achaque de comprar huevos, y entrábase en casa. Yo al principio de su entrada, pesábame con él y habíale miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne, y en el invierno leños, a que nos calentábamos.
De manera que, continuando con la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar.
Y acuérdome que, estando el negro de mi padre trebejando con el mozuelo, como el niño via a mi madre y a mí blancos, y a el no, huía de él con miedo para mi madre, y señalando con el dedo decía: ¡Madre, coco!.
Respondio él riendo: !Hideputa!
Yo, aunque bien muchacho, noté aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mí: ¡Cuantos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!
Quiso nuestra fortuna que la conversación del Zaide, que así se llamaba, llego a oídos del mayordomo, y hecha pesquisa, hallóse que la mitad por medio de la cebada, que para las bestias le daban, hurtaba, y salvados, leña, almohazas, mandiles, y las mantas y sábanas de los caballos hacía perdidas, y cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba, y con todo esto acudía a mi madre para criar a mi hermanico. No nos maravillemos de un clérigo ni fraile, porque el uno hurta de los pobres y el otro de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el amor le animaba a esto.
Y probósele cuanto digo y aún más. Porque a mí con amenazas me preguntaban, y como niño respondía, y descubría cuanto sabía con miedo, hasta ciertas herraduras que por mandado de mi madre a un herrero vendí.
Al triste de mi padrastro azotaron y pringaron, y a mi madre pusieron pena por justicia, sobre el acostumbrado centenario, que en casa del sobredicho comendador ni entrase, ni al lastimado Zaide en la suya acogiese.
Por no echar la soga tras el caldero, la triste se esforzó y cumplió la sentencia; y por evitar peligro y quitarse de malas lenguas, se fue a servir a los que al presente vivían en el mesón de la Solana. Y allí, padeciendo mil importunidades, se acabó de criar mi hermanico hasta que supo andar, y a mí hasta ser buen mozuelo, que iba a los huéspedes por vino y candelas y por lo demás que me mandaban.
En este tiempo vino a posar al mesón un ciego, el cual, pareciéndole que yo sería para adestrarle, me pidió a mi madre, y ella me encomendó a él, diciéndole como era hijo de un buen hombre, el cual por ensalzar la fe había muerto en la de los Gelves, y que ella confiaba en Dios no saldría peor hombre que mi padre, y que le rogaba me tratase bien y mirase por mí, pues era huérfano.
Él le respondió que así lo haría, y que me recibía no por mozo sino por hijo. Y así le comencé a servir y adestrar a mi nuevo y viejo amo.
Como estuvimos en Salamanca algunos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determino irse de allí, y cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y ambos llorando, me dio su bendicion y dijo:
Hijo, ya se que no te veré más. Procura ser bueno, y Dios te guié. Criado te he y con buen amo te he puesto: Valete por tí.
Y así me fui para mi amo, que esperándome estaba.
Salimos de Salamanca, y llegando a la puente, está a la entrada de ella un animal de piedra, que casi tiene forma de toro, y el ciego mandóme que llegase cerca del animal, y allí puesto, me dijo:
Lázaro, llega el oído a este toro, y oirás gran ruido dentro de él.
Yo simplemente llegué, creyendo ser así; y como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y diome una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres dias me duro el dolor de la cornada, y dijome:
Necio, aprende que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo.
Y rió mucho la burla.
Parecióme que en aquel instante desperté de la simpleza en que como niño dormido estaba. Dije entre mí:
Verdad dice éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar como me sepa valer.
Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días me mostró jerigonza, y como me viese de buen ingenio, holgábase mucho, y decía:
Yo oro ni plata no te lo puedo dar, mas avisos para vivir muchos te mostraré.
Y fue así, que después de Dios, éste me dio la vida, y siendo ciego me alumbró y adestró en la carrera de vivir.
Huelgo de contar a vuestra merced estas niñerías para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos cuánto vicio.
Pues, tornando al bueno de mi ciego y contando sus cosas, vuestra merced sepa que desde que Dios crió el mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era un águila. Ciento y tantas oraciones sabía de coro. Un tono bajo, reposado y muy sonable que hacía resonar la iglesia donde rezaba, un rostro humilde y devoto que con muy buen continente ponía cuando rezaba, sin hacer gestos ni visajes con boca ni ojos, como otros suelen hacer.
Allende desto, tenía otras mil formas y maneras para sacar el dinero. Decía saber oraciones para muchos y diversos efectos: para mujeres que no parían, para las que estaban de parto, para las que eran malcasadas, que sus maridos las quisiesen bien. Echaba pronósticos a las preñadas; si traía hijo o hija.
Pues en caso de medicina, decía que Galeno no supo la mitad que él para muela, desmayos, males de madre. Finalmente, nadie le decía padecer alguna pasión, que luego no le decía:
Haced esto, haréis estotro, cosed tal yerba, tomad tal raiz.
Con esto andábase todo el mundo tras él, especialmente mujeres, que cuanto les decían creían. Déstas sacaba él grandes provechos con las artes que digo, y ganaba más en un mes que cien ciegos en un año.
Mas también quiero que sepa vuestra merced que, con todo lo que adquiría y tenía, jamás tan avariento ni mezquino hombre no vi, tanto que me mataba a mí de hambre, y a sí no me demediaba de lo necesario. Digo verdad; si con mi sutileza y buenas mañas no me supiera remediar, muchas veces me finara de hambre; mas con todo su saber y aviso le contraminaba de tal suerte que siempre, o las más veces, me cabía lo más y mejor. Para esto le hacía burlas endiabladas, de las cuales contaré algunas, aunque no todas a mi salvo. Él traía el pan y todas las otras cosas en un fardel de lienzo que por la boca se cerraba con una argolla de hierro y su candado y su llave, y al meter de todas las cosas y sacarlas, era con tan gran vigilancia y tanto por contadero, que no bastaba hombre en todo el mundo hacerle menos una migaja; mas yo tomaba aquella laceria que el me daba, la cual en menos de dos bocados era despachada.
Después que cerraba el candado y se descuidaba pensando que yo estaba entendiendo en otras cosas, por un poco de costura, que muchas veces del un lado del fardel descosía y tornaba a coser, sangraba el avariento fardel, sacando no por tasa pan, mas buenos pedazos, torreznos y longaniza; y así buscaba conveniente tiempo para rehacer, no la chaza, sino la endiablada falta que el mal ciego me faltaba.
Todo lo que podía sisar y hurtar, traía en medias blancas; y cuando le mandaban rezar y le daban blancas, como él carecía de vista, no había el que se la daba amagado con ella, cuando yo la tenía lanzada en la boca y la media aparejada, que por presto que él echaba la mano, ya iba de mi cambio aniquilada en la mitad del justo precio. Quejábaseme el mal ciego, porque al tiento luego conocía y sentia que no era blanca entera, y decía:
-¿Qué diablo es esto, que después que conmigo estás no me dan sino medias blancas, y de antes una blanca y un maravedí hartas veces me pagaban? En ti debe estar esta desdicha.
Tambien él abreviaba el rezar y la mitad de la oración no acababa, porque me tenía mandado que en yéndose el que la mandaba rezar, le tirase por el cabo del capuz. Yo así lo hacia. Luego él tornaba a dar voces, diciendo:
¿Mandan rezar tal y tal oración?, como suelen decir.
Usaba poner cabe sí un jarrillo de vino cuando comíamos, y yo muy de presto le asía y daba un par de besos callados y tornábale a su lugar. Mas duróme poco, que en los tragos conocía la falta, y por reservar su vino a salvo nunca después desamparaba el jarro, antes lo tenía por el asa asido. Mas no había piedra imán que así trajese a sí como yo con una paja larga de centeno, que para aquel menester tenía hecha, la cual metiéndola en la boca del jarro, chupando el vino lo dejaba a buenas noches. Mas como fuese el traidor tan astuto, pienso que me sintió, y dende en adelante mudó propósito, y asentaba su jarro entre las piernas, y atapábale con la mano, y así bebía seguro.
Yo, como estaba hecho al vino, moría por él, y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni valía, acordé en el suelo del jarro hacerle una fuentecilla y agujero sotil, y delicadamente con una muy delgada tortilla de cera taparlo, y al tiempo de comer, fingiendo haber frío, entrabame entre las piernas del triste ciego a calentarme en la pobrecilla lumbre que teníamos, y al calor della luego derretida la cera, por ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a destillarme en la boca, la cual yo de tal manera ponía que maldita la gota se perdía. Cuando el pobreto iba a beber, no hallaba nada.
Espantábase, maldecíase, daba al diablo el jarro y el vino, no sabiendo qué podía ser.
No diréis, tío, que os lo bebo yo -decía-, pues no le quitáis de la mano.
Tantas vueltas y tiento dio al jarro, que halló la fuente y cayó en la burla; mas así lo disimuló como si no lo hubiera sentido.
Y luego otro día, teniendo yo rezumando mi jarro como solía, no pensando en el daño que me estaba aparejado ni que el mal ciego me sentía, sentéme como solía, estando recibiendo aquellos dulces tragos, mi cara puesta hacia el cielo, un poco cerrados los ojos por mejor gustar el sabroso licor, sintió el desesperado ciego que agora tenía tiempo de tomar de mí venganza y con toda su fuerza, alzando con dos manos aquel dulce y amargo jarro, le dejo caer sobre mi boca, ayudándose, como digo, con todo su poder, de manera que el pobre Lázaro, que de nada desto se guardaba, antes, como otras veces, estaba descuidado y gozoso, verdaderamente me pareció que el cielo, con todo lo que en él hay, me habia caído encima.
Fue tal el golpecillo, que me desatinó y sacó de sentido, y el jarrazo tan grande, que los pedazos de él me metieron por la cara, rompiédomela por muchas partes, y me quebrólos dientes, sin los cuales hasta hoy día me quedé. Desde aquella hora quise mal al mal ciego, y aunque me quería y regalaba y me curaba, bien vi que se había holgado del cruel castigo. Lavóme con vino las roturas que con los pedazos del jarro me había hecho, y sonriéndose decía:
¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud.
Y otros donaires que a mi gusto no lo eran.
Ya que estuve medio bueno de mi negra trepa y cardenales, considerando que a pocos golpes tales el cruel ciego ahorraría de mí, quise yo ahorrar de él; mas no lo hice tan presto por hacerlo mas a mi salvo y provecho. Aunque yo quisiera asentar mi corazón y perdonarle el jarrazo, no daba lugar al maltratamiento que el mal ciego dende allí adelante me hacía, que sin causa ni razón me hería, dándome coscorrones y repelándome.
Y si alguno le decía por qué me trataba tan mal, luego contaba el cuento del jarro, diciendo:
¿Pensaréis que este mi mozo es algún inocente? Pues oíd si el demonio ensayara otra tal hazaña.
Santiguándose los que lo oían, decian:
¡Mira quién pensara de un muchacho tan pequeño tal ruindad!
Y reían mucho el artificio, y decíanle:
Castigadlo, castigadlo, que de Dios lo habréis.
Y el con aquello nunca otra cosa hacia. Y en esto yo siempre le llevaba por los peores caminos, y adrede, por le hacer mal y daño: si había piedras, por ellas, si lodo, por lo más alto. Que aunque yo no iba por lo más enjuto, holgábame a mi de quebrar un ojo por quebrar dos al que ninguno tenía. Con esto siempre con el cabo alto del tiento me atentaba el colodrillo, el cual siempre traía lleno de tolondrones y pelado de sus manos. Y aunque yo juraba no lo hacer con malicia, sino por no hallar mejor camino, no me aprovechaba ni me creía más: tal era el sentido y el grandísimo entendimiento del traidor.
Y porque vea vuestra merced a cuánto se estendía el ingenio de este astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me acaecieron, en el cual me parece dio bien a entender su gran astucia. Cuando salimos de Salamanca, su motivo fue venir a tierra de Toledo, porque decia ser la gente más rica, aunque no muy limosnera. Arrimábase a este refran: Más da el duro que el desnudo. Y venimos a este camino por los mejores lugares. Donde hallaba buena acogida y ganancia, deteníamonos; donde no, a tercero día hacíamos San Juan.
Acaeció que, llegando a un lugar que llaman Almoroz al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le dio un racimo dellas en limosna. Y como suelen ir los cestos maltratados, y también porque la uva en aquel tiempo está muy madura, desgranábasele el racimo en la mano. Para echarlo en el fardel tornábase mosto, y lo que a él se llegaba.
Acordó de hacer un banquete, así por no lo poder llevar como por contentarme, que aquel día me habia dado muchos codillazos y golpes. Sentámonos en un valladar y dijo:
Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas, y que hayas del tanta parte como yo. Partirlo hemos desta manera: tú picarás una vez y yo otra; con tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva. Yo haré lo mismo hasta que lo acabemos, y de esta suerte no habrá engaño.
Hecho así el concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance; el traidor mudó de proposito y comenzó a tomar de dos en dos, considerando que yo debería hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la postura, no me contenté ir a la par con el, mas aun pasaba adelante: dos a dos, y tres a tres, y como podía las comía. Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano y meneando la cabeza dijo:
Lázaro, engañado me has. Juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres a tres.
No comí -dije yo- mas ¿por que sospecháis eso?
Respondió el sagacísimo ciego:
¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas.
A lo cual yo no respondí. Yendo que íbamos así por debajo de unos soportales, en Escalona, adonde a la sazón estabámos en casa de un zapatero, había muchas sogas y otras cosas que de esparto se hacen, y parte dellas dieron a mi amo en la cabeza. El cual, alzando la mano, tocó en ellas, y viendo lo que era díjome:
Anda presto, mochacho; salgamos de entre tan mal manjar, que ahoga sin comerlo.
Yo, que bien descuidado iba de aquello, miré lo que era, y como no vi sino sogas y cinchas, que no era cosa de comer, díjele:
Tío, ¿por qué decís eso?
Respondióme:
Calla, sobrino; según las mañas que llevas, lo sabrás y verás como digo verdad.
Y así pasamos adelante por el mismo portal y llegamos a un mesón, a la puerta del cual había muchos cuernos en la pared, donde ataban los recueros sus bestias, y como iba tentando si era allí el mesón adonde el rezaba cada día por la mesonera la oración de la emparedada, asió de un cuerno, y con un gran suspiro dijo:
¡O mala cosa, peor que tienes la hechura! ¡De cuántos eres deseado poner tu nombre sobre cabeza ajena y de cuán pocos tenerte ni aun oír tu nombre, por ninguna vía!
Como le oí lo que decía, dije:
Tío, ¿qué es eso que decís?
Calla, sobrino, que algún día te dará este, que en la mano tengo, alguna mala comida y cena.
No le comeré yo -dije- y no me la dará.
Yo te digo verdad; si no, verlo has, si vives.
Y así pasamos adelante hasta la puerta del mesón, adonde pluguiere a Dios nunca allá llegáramos, según lo que me sucedia en él.
Era, todo lo más que rezaba por mesoneras y por bodegoneras y turroneras y rameras y así por semejantes mujercillas, que por hombre casi nunca le vi decir oración.
Reíme entre mí, y aunque muchacho noté mucho la discreta consideración del ciego.
Mas, por no ser prolijo dejo de contar muchas cosas, así graciosas como de notar, que con este mi primer amo me acaecieron, y quiero decir el despidiente y con él acabar. Estábamos en Escalona, villa del duque della, en un mesón, y diome un pedazo de longaniza que la asase. Ya que la longaniza había pringado y comídose las pringadas, sacó un maravedí de la bolsa y mandó que fuese por él de vino a la taberna. Púsome el demonio el aparejo delante los ojos, el cual, como suelen decir, hace al ladrón, y fue que había cabe el fuego un nabo pequeño, larguillo y ruinoso, y tal que, por no ser para la olla, debió ser echado allí.
Y como al presente nadie estuviese sino él y yo solos, como me ví con apetito goloso, habiéndome puesto dentro el sabroso olor de la longaniza, del cual solamente sabía que había de gozar, no mirando qué me podría suceder, pospuesto todo el temor por cumplir con el deseo, en tanto que el ciego sacaba de la bolsa el dinero, saqué la longaniza y muy presto metí el sobredicho nabo en el asador, el cual mi amo, dándome el dinero para el vino, tomó y comenzó a dar vueltas al fuego, queriendo asar al que de ser cocido por sus deméritos había escapado.
Yo fuí por el vino, con el cual no tardé en despachar la longaniza, y cuando vine hallé al pecador del ciego que tenía entre dos rebanadas apretado el nabo, al cual aún no había conocido por no lo haber tentado con la mano. Como tomase las rebanadas y mordiese en ellas pensando tambien llevar parte de la longaniza, hallóse en frío con el frío nabo. Alterose y dijo:
¿Que es esto, Lazarillo?
¡Lacerado de mí! -dije yo-. ¿Si queréis a mí echar algo? ¿Yo no vengo de traer el vino? Alguno estaba ahí, y por burlar haría esto.
No, no -dijo él-, que yo no he dejado el asador de la mano; no es posible.
Yo torné a jurar y perjurar que estaba libre de aquel trueco y cambio; mas poco me aprovechó, pues a las astucias del maldito ciego nada se le escondía. Levantóse y asióme por la cabeza, y llegóse a olerme; y como debió sentir el huelgo, a uso de buen podenco, por mejor satisfacerse de la verdad, y con la gran agonía que llevaba, asiéndome con las manos, abríame la boca más de su derecho y desatentadamente metía la nariz. La cual el tenía luenga y afilada, y a aquella sazón con el enojo se había augmentado un palmo. Con el pico de la cual me llegó a la gulilla.
Y con esto y con el gran miedo que tenía, y con la brevedad del tiempo, la negra longaniza aún no había hecho asiento en el estómago, y lo más principal: con el destiento de la cumplidísima nariz medio cuasi ahogándome, todas estas cosas se juntaron y fueron causa que el hecho y golosina se manifestase y lo suyo fuese devuelto a su dueño. De manera que antes que el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal alteración sintió mi estomago que le dio con el hurto en ella, de suerte que su nariz y la negra malmaxcada longaniza a un tiempo salieron de mi boca.
¡Oh, gran Dios, quién estuviera aquella hora sepultado, que muerto ya lo estaba! Fue tal el coraje del perverso ciego que, si al ruido no acudieran, pienso no me dejara con la vida. Sacaronme de entre sus manos, dejándoselas llenas de aquellos pocos cabellos que tenía, arañada la cara y rasguñado el pescuezo y la garganta. Y esto bien lo merecía, pues por su maldad me venían tantas persecuciones.
Contaba el mal ciego a todos cuantos allí se allegaban mis desastres, y dábales cuenta una y otra vez, así de la del jarro como de la del racimo, y agora de lo presente. Era la risa de todos tan grande que toda la gente que por la calle pasaba entraba a ver la fiesta; mas con tanta gracia y donaire recontaba el ciego mis hazañas que, aunque yo estaba tan maltratado y llorando, me parecía que hacia sinjusticia en no se las reír.
Y en cuanto esto pasaba, a la memoria me vino una cobardía y flojedad que hice, por que me maldecía, y fue no dejarle sin narices, pues tan buen tiempo tuve para ello que la mitad del camino estaba andado. Que con sólo apretar los dientes se me quedaran en casa, y con ser de aquel malvado, por ventura lo retuviera mejor mi estómago que retuvo la longaniza, y no pareciendo ellas pudiera negar la demanda. Pluguiera a Dios que lo hubiera hecho, que eso fuera así que así.
Hiciéronnos amigos la mesonera y los que allí estaban, y con el vino que para beber le había traído, lavaronme la cara y la garganta, sobre lo cual discantaba el mal ciego donaires, diciendo:
Por verdad, más vino me gasta este mozo en lavatorios al cabo del año que yo bebo en dos. A lo menos, Lázaro, eres en mas cargo al vino que a tu padre, porque él una vez te engendró, mas el vino mil te ha dado la vida.
Y luego contaba cuántas veces me había descalabrado y harpado la cara, y con vino luego sanaba.
Yo te digo -dijo- que si un hombre en el mundo ha de ser bienaventurado con vino, que serás tú.
Y reían mucho los que me lavaban con esto, aunque yo renegaba. Mas el pronóstico del ciego no salió mentiroso, y después acá muchas veces me acuerdo de aquel hombre, que sin duda debía tener espíritu de profecía, y me pesa de los sinsabores que le hice, aunque bien se lo pagué, considerando lo que aquel día me dijo salirme tan verdadero como adelante V.M. oirá.
Visto esto y las malas burlas que el ciego burlaba de mí, determiné de todo en todo dejarle, y como lo traía pensado y lo tenía en voluntad, con este postrer juego que me hizo afirmélo más. Y fue así, que luego otro día salimos por la villa a pedir limosna, y había llovido mucho la noche antes. Y porque el día también llovía, y andaba rezando debajo de unos portales que en aquel pueblo había, donde no nos mojábamos; mas como la noche se venía y el llover no cesaba, díjome el ciego:
Lázaro, esta agua es muy porfíada, y cuanto la noche más cierra, más recia. Acojámonos a la posada con tiempo.
Para ir allá, habíamos de pasar un arroyo que con la mucha agua iba grande. Yo le dije:
Tío, el arroyo va muy ancho; mas si queréis, yo veo por donde travesemos más aína sin nos mojar, porque se estrecha allí mucho, y saltando pasaremos a pie enjuto.
Parecióle buen consejo y dijo:
Discreto eres; por esto te quiero bien. Llévame a ese lugar donde el arroyo se ensangosta, que agora es invierno y sabe mal el agua, y mas llevar los pies mojados.
Yo que vi el aparejo a mi deseo, saquéle debajo de los portales, y llevélo derecho de un pilar o poste de piedra que en la plaza estaba, sobre la cual y sobre otros cargaban saledizos de aquellas casas, y digole:
Tío, éste es el paso más angosto que en el arroyo hay.
Como llovía recio, y el triste se mojaba, y con la priesa que llevábamos de salir del agua que encima de nos caía, y lo más principal, porque Dios le cegó aquella hora el entendimiento (fue por darme de él venganza), creyóse de mí y dijo:
Ponme bien derecho, y salta tú el arroyo.
Yo le puse bien derecho enfrente del pilar, y doy un salto y póngome detras del poste como quien espera tope de toro, y díjele:
¡Sus! Salta todo lo que podáis, porque deis deste cabo del agua.
Aun apenas lo había acabado de decir cuando se abalanza el pobre ciego como cabrón, y de toda su fuerza arremete, tomando un paso atrás de la corrida para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza, y cayó luego para atrás, medio muerto y hendida la cabeza.
¿Cómo, y olistes la longaniza y no el poste? ¡Ole! ¡Ole! -le dije yo.
Y dejéle en poder de mucha gente que lo había ido a socorrer, y tomé la puerta de la villa en los pies de un trote, y antes que la noche viniese di conmigo en Torrijos. No supe más lo que Dios del hizo, ni curé de lo saber.

Biblioteca Virtual Antorcha

INFORMACIÓN CORRESPONDIENTE PARA EL ESTUDIO DE LAZARILLO DE TORMES

EL LAZARILLO DE TORMES Y LA NOVELA PICARESCA
Es tradicional vincular la novela con uno de los géneros narrativos que florecen en España desde fines del siglo XVI hasta mediados del siglo XVII: la novela picaresca.
Para que haya novela picaresca tiene que haber un  pícaro. LUDWIG PFANDL lo define así: "El pícaro del siglo XVII es un mozo nacido casi siempre de padres pobres y de baja extracción, rara vez honrados, el cual por culpa de malas compañías o por falta de instrucción, al verse lanzado a la confusión de la vida y entregado a sí mismo, cae en la vagancia, se aparta del trabajo y lucha contra la vida como puede, con osadía y falta de escrúpulos, con engaños, malicias y malas artes...Su distintivo exterior es el aspecto andrajoso, pero no la deformidad física.  Sus ocupaciones son, el pedir limosna, los bajos trabajos de ocasión, el vagar perezosamente de ciudad en ciudad.
La necesidad de vivir lo hace desvergonzado y sin escrúpulos...pero a pesar del hambre y los fracasos...no quisiera ser otra cosa que lo que es, y no cambiaría su libre y despreocupada existencia por una sedentariedad honorable, a cambio de una cama y de un techo".
Teniendo en cuenta esta definición de pícaro, es necesario aclarar que Lázaro trasciende el concepto de pícaro.  Él va más allá del concepto porque logra "medrar", busca vivir de su trabajo y en cuanto puede se establece en un oficio que le permita integrarse a la sociedad.  Sus engaños nunca bordean la delicuencia, son resultado del hambre a que lo somete la misma sociedad.
"Lazarillo de Tormes" es un  claro antecedente de novela picaresca ya que presenta muchas de sus características: a)- utilización de la forma autobiográfica, es decir el protagonista relata en primera persona sus aventuras.
b)-pintura de la sociedad que aparece a través de la narración, representada en personajes de distintas clases sociales.
c)- intención doctrinal o moralizadora, que en ocasiones puede faltar.  En el Lazarillo esto se hace evidente en el prólogo y en alguna intervención esporádica en el texto, pero no entorpece la narración, como ocurre en las novelas picarescas posteriores.

UBICACIÓN POLÍTICO-SOCIAL

La novela aparece en las postrinerías del reinado de Carlos V.  Es la época de mayor esplendor que alcanza España en toda su historia.  Económicamente recibe cuantiosas fortunas de sus colonias.  Sus fábricas trabajan sis descanso para los mercados americanos.  El lujo y la arrogancia de la corte y de la clase dirigente es conocido de todos. En este momento aparece Lazarillo de TOrmes, haciendo antítesis curiosa, pues la acción transcurre enteramente en ambientes de pobreza y egoísmo y cuyo tema más reiterado es el hambre.  Para explicar este hecho es necesario observar la otra cara de la situación española: la interna.  Así llegamos a una España empobrecida.  Las permanentes guerras costaron inmensas fortunas al tesoro español.  Los impuestos y contribuciones aumentaron constantemente afectando sobre todo a comerciantes, clase media y bajo pueblo.  Por otra parte, la incapacidad productiva y fabril del español aparece en ese desdén por la ctividad comercial, prefiriendo vivir dentro de ilusiones que le hablan de grandezas pasadas.  Al respecto Marcel Bataillon aforma: "Los tres destinos del español, iglesia, mar o casa real son los que ofrecen posibilidad de progreso.  Son la única solución del único problema del español: ganarse la vida sin descender a un oficio manual".
El autor de Lazarillo muestra algo más genérico y universal: las distintas ubicaicones del pobre y el rico en la escala social, pero con el mismo interés a poseer.  Lázaro, dentro de su trayectoria, tiene una aspiración que se convierte en obsesión: "arrimarse a los buenos", lo que significa ocupar un lugar dentro de la clase dirigente.

viernes, 22 de octubre de 2010

POEMA IX DE JOSÉ MARTÍ

Quiero, a la sombra de un ala,
contar este cuento en flor:
la niña de Guatemala,
la que se murió de amor.
Eran de lirios los ramos;
y las orlas de reseda
y de jazmín; la enterramos
en una caja de seda...
Ella dio al desmemoriado
una almohadilla de olor;
él volvió, volvió casado;
ella se murió de amor.
Iban cargándola en andas
obispos y embajadores;
detrás iba el pueblo en tandas,
todo cargado de flores...
Ella, por volverlo a ver,
salió a verlo al mirador;
él volvió con su mujer,
ella se murió de amor.
Como de bronce candente,
al beso de despedida,
era su frente —¡la frente
que más he amado en mi vida!...
Se entró de tarde en el río,
la sacó muerta el doctor;
dicen que murió de frío,
yo sé que murió de amor.
Allí, en la bóveda helada,
la pusieron en dos bancos:
besé su mano afilada,
besé sus zapatos blancos.
Callado, al oscurecer,
me llamó el enterrador;
nunca más he vuelto a ver
a la que murió de amor.

JOSÉ MARTÍ

         

 

      JOSÉ  MARTÍ

BIOGRAFÍA:
José Martí, antes que Darío, postula la necesidad de un idioma poético en esencia latinoamericano: la independencia política deberá implicar, necesariamente, también una independencia cultural.  Su estética se apoya en una ética: el arte debe ser útil a los hombres.
Nacido en La Habana, Cuba, en 1853, su vida estuvo signada por la lucha a favor de la independencia cubana.  Participa en la Guerra de los Diez años, a partir de la cual fue desterrado a España, donde publica “El presidio político en Cuba”, el primero de sus numerosos escritos políticos.  En 1878 regresa a su país, pero es deportado nuevamente por sus actividades revolucionarias.  Murió combatiendo por su amada isla en 1895.

MARTÍ Y EL MODERNISMO
Con el movimiento llamado MODERNISMO,  la literatura hispanoamericana sale por primera vez de sus confines continentales y comienza  a proyectarse a Europa.  Sólo con el estallido de este movimiento una literatura hispanoamericana comienza a hacerse posible.  Porque para que exista una literatura  es necesario que exista un espacio donde obras y autores son discutidos y evaluados.  Ese espacio crítico sólo comienza realmente en la América hispánica con el Modernismo.  De los distintos grupos que se fueron formando a lo largo y a lo ancho del continente, algunos escritores comenzaron a emerger fuera de las fronteras nacionales.  Por primera vez, sus obras fueron leídas y publicadas en otros países del continente, inclusive en España y en Francia.
El MODERNISMO no apareció de golpe en un país determinado del continente americano.  Fue surgiendo casi simultáneamente en varios países de la zona norte de  América, hacia el último cuarto del siglo XIX.    En los países de esta área, la formación de sociedades de incipiente capitalismo empezó a producir un público algo más sofisticado, que estaba al día con los últimos desarrollos de la cultura europea.  Periódicos y revistas comenzaron a proliferar en las ciudades que crecían rápidamente.
Por primera vez apareció un público capaz de mantener y alentar un cuerpo de escritores profesionales.   Esto ocurrió en Ciudad de México, La  Habana, Bogotá, Santiago de Chile,  Bs. As. y Montevideo.
Poetas como los mexicanos SALVADOR DIAZ MIRON y MANUEL GUTIERREZ NÁJERA, los cubanos JOSÉ MARTÍ y JULIÁN DEL CASAL y el colombiano JOSÉ ASUNCIÓN SILVA ya habían producido en los años ochenta del siglo una transformación notable del lenguaje español y de la poesía del tiempo.  Esa transformación preparó el terreno para la obra de RUBEN DARÍO.
Al comienzo el movimiento modernista (o mejor llamado pre-modernista) consistió casi exclusivamente en un pequeño número de literatos más o menos aislados que estaban insatisfechos con el romanticismo y el realismo, y estaban buscando nuevas formas de expresión poética.  En su búsqueda fueron directamente a las fuentes francesas.  Aunque sólo MARTÍ  visitó París, estaban al tanto de la nueva literatura a través de la literatura cuidadosa de libros y periódicos literarios.
SALVADOR DÍAZ MIRON daba eco a los poemas de BAUDELAIRE,  DEL CASAL mantenía correspondencia con el autor KARL HUYSMANS.
Por residir en EE.UU. MARTÍ  tenía acceso directo a las novedades trasatlánticas y divulgó las últimas novedades: la poesía de Walt Whitman, la pintura de los impresionistas franceses.
Gracias a ese nuevo contexto internacional los modernistas pudieron abandonar la pesada y provinciana retórica del  siglo XIX  y comenzaron a escribir en una forma más flexible y elegante.
En poesía siguieron tanto a los parnasianos en su búsqueda de la expresión perfecta y la imagen escultural, como a los simbolistas es su exploración de la musicalidad del verso .
El lema de Paul Verlaine “Música ante todo” se habría de convertir en su consigna.
También encontraron otras fuentes de inspiración en los maestros de la poesía medieval española.
MARTÍ , por ejemplo, sobresalió en mezclar lo viejo y lo nuevo para producir versos que ayudaran a revolucionar la lírica de su tiempo.

El MODERNISMO conserva rasgos del romanticismo y  una influencia del parnasianismo y simbolismo franceses, al tiempo que se vuelve hacia atrás, hacia los siglos de oro españoles buscando fuentes y modelos.  Es por ello que hay críticos que le llaman “síntesis de corrientes”.  A lo anterior debemos agregarle el anhelo de originalidad, romper viejas estructuras del idioma. O crear sin imitar, tratando de ser “Moderno” cada día.
Enumeramos las características esenciales del movimiento:
a)   desdén por la “chatura” del ambiente burgués y escape temático hacia lo aristocrático
b)    sensorialismo: el mundo se despliega colorido y sonoro, también el ritmo y la melodía se descubren y se tratan como elementos esenciales
c)    posibilidades ciertas de vivir de lo que se escribe, debido a cambios sociales y económicos, y a un mayor consumo de obras literarias. Esto permite al escritor concentrarse en su tarea y perfeccionar su oficio.
d)    Renovación formal en la prosa y en la lírica.

También encontramos una voluntad de los autores de ponerse al día con su historicismo, en este sentido el MODERNISMO es también AMERICANISMO .  América es el gran tema de los escritores.  Hay  una necesidad de reflexionar sobre ella, tratando de salvarla de riesgos y errores.
MARTÍ fue catalogado, durante largo tiempo, como el precursor del modernismo.  Hoy se lo considera iniciador.
Hay quienes coinciden que el inicio de esta corriente es la publicación de “Ismaelillo” en 1882 (otros optan por la publicación de “Azul” de Rubén Darío en 1888).




LA OBRA DE JOSÉ MARTÍ

Se caracteriza por su precocidad y riqueza y abarca desde cartas y poemas escritos a los 15 años, hasta páginas de un diario de campaña que llevó hasta pocas horas antes de morir.
     Abordó todos lo géneros, sus obras teatrales juveniles “Abdals” , “Amor con amor se paga” han quedado como testimonio de su inquietud patriótica.
Tampoco su novela “Amistad funesta” es un logro cabal.

En su obra lírica se destacan cinco momentos: el primero es su poesía primera y no fue valorizada por su autor. “Los verdes libres” fueron escritos entre 1878 y 1882 y publicados después de su muerte.
“Ismaelillo” fue publicado por primera vez en 1882 y tiene el mismo tono de alegría clara, de gracia y esperanza que aparecerá en los poemas de “La Edad de Oro”.
El cuarto grupo lo compone un libro proyectado que no llegó a publicarse “Flores del destierro” y anuncia la culminación lírica (quinto momento) que es “Versos sencillos”.

HORACIO QUIROGA

EL 900 EN EL URUGUAY


El Uruguay surge maduro a la vida literaria del 900, en una época de relativa paz y de creciente estabilidad económica.  La nueva generación literaria es modernista e irrumpe en el plano de la cultura nacional y latinoamericana con la “Revista Nacional de Literatura y Ciencias sociales” dirigida por Víctor Pérez Petit, José Enrique Rodó y los hermanos Martínez Vigil, en 1895.
El período se cierra con la muerte de Rodó.  De las grandes figuras literarias de esa generación, Herrera y Reissig y Florencio Sánchez, mueren en 1910, Delmira Agustini en 1911.
Rodó es uno de los 4 pensadores del 900 que influyen o actúan sobre la realidad del momento.   La vida social, económica y política de Montevideo se basaba en una economía promisoria que disfrutaba la nueva clase de comerciantes de Montevideo, que gustaban de la opulencia.
Se gesta con ellos una nueva conciencia cívica y política sustentada por una ideología que tuvo sus intérpretes y también sus antagonistas.
A Rodó en necesario estudiarlo  como pensador y artista.
El pensamiento de Rodó ilustra un momento singular de la historia, la filosofía y la estética latinoamericanas.  Rodó  pretendió y logró poner en circulación las ideas que él creía verdaderas, ejerciendo una contribución viva a la conformación de nuestra cultura.
ARIEL es el resumen de la primera etapa de su propósito, que tenía, como ninguna otra formulación en aquel momento sentido histórico para el continente.
Luego de Ariel su pensamiento ahondará en el tema de la personalidad individual y colectiva, concentrada en su obra magna PROTEO.  En este sentido la obra de Rodó exhala un saludable rechazo hacia la mediocridad.
La figura de Rodó, pues, representa la máxima expresión del pensamiento del 900. 

HORACIO QUIROGA

PANORAMA DE LA NARRATIVA HISPANOAMERICANA EN EL SIGLO XX

La narrativa hispanoamericana del siglo XX se puede resumir en tres etapas:
1.   LA NARRATIVA  REALISTA , hasta 1940.
2.   RENOVACIÓN NARRATIVA, entre 1940 y 1960.
3.    CULMINACIÓN DE LA NUEVA NARRATIVA (el llamado boom de la novela latinoamericana), a partir de 1960. 

NARRATIVA REALISTA:
·        La narrativa está regida por el Realismo.  Los temas son La naturaleza (la lucha del hombre con el medio salvaje), los problemas sociales (la miseria y explotación de los indios y mestizos), y políticos (las dictaduras).
·        El momento de apogeo de esta etapa se dio entre 1924 y 1930, con la publicación de tres novelas fundamentales: “La vorágine”, “Don Segundo Sombra” y “Doña Bárbara”.
Elipse: El REALISMO es una corriente literaria, vigente en la segunda mitad del siglo XIX en Europa, que postula una literatura espejo de la realidad. En América, las diferencias surgen de las realidades reflejadas: la selva amazónica, la Pampa argentina, etc. y sus hombres y procesos sociales.




         JOSÉ   HERNÁNDEZ
        

Nació en los caseríos de Pedriel, en la chacra de su tío Juan Martín de Pueyrredón, el 10 de noviembre de 1834. No se conoce mucho sobre la infancia de Hernández, aunque parece ser que una enfermedad de la adolescencia le obligó a vivir en las pampas. Allí fue donde entró en contacto con el estilo de vida, la lengua y los códigos de honor de los gauchos.
Fue un autodidacta y, a través de sus numerosas lecturas, adquirió firmes ideas políticas. Entre 1852 y 1872, época de gran agitación política, defendió la postura de que las provincias no debían permanecer ligadas a las autoridades centrales establecidas en Buenos Aires.
Participó en la última rebelión gaucha, la de López Jordán, un desdichado movimiento que finalizó en 1871 con la derrota de los gauchos y el exilio de Hernández. A su regreso a Argentina en 1874, continuó su lucha por otros medios tales como el periodismo y el desempeño de varios cargos oficiales. Pero fue, sin embargo, a través de su poesía como consiguió un gran eco para sus propuestas, y la más valiosa contribución a la causa de los gauchos. El gaucho Martín Fierro (1872) es un poema épico popular y está considerado una de las grandes obras de la literatura argentina.
Tras la onceava edición, en 1879, publicó La vuelta de Martín Fierro. El gran mérito del autor del Martín Fierro fue el de llevar a la literatura la vida de un gaucho, contándola en primera persona, con sus propias palabras e imbuido de su espíritu. En el gaucho, Hernández descubrió la encarnación del coraje y la integridad inherentes a una vida independiente. Esta figura era, según él, el verdadero representante del carácter argentino, noción que le situó en directa oposición con el curso de los acontecimientos y con poderosos intereses políticos. En 1881 escribió Instrucción del estanciero y fue elegido senador provincial, reelecto en 1885. José Hernández falleció el jueves 21 de octubre de 1886 atacado por una afección cardiaca. Sus biógrafos coinciden en señalar como sus últimas palabras: «¡Buenos Aires! ¡Buenos Aires!». Sus restos descansan en el cementerio de la Recoleta.






GÉNEROS LITERARIOS

                  GÉNEROS    LITERARIOS

Llamamos GÉNERO  a la diferente manera de presentación del discurso literario.



ÉPICO-NARRATIVO
       LÍRICO
  DRAMÁTICO
   ENSAYÍSTICO



ORIGEN DEL NOMBRE

Del griego “epos” que significa “contar”.

Del griego “Lira”, instrumento usado por los trovadores.

Del griego: “draomai” que significa “representar”.
Del latín: “exagium”, que significa: ensayo, prueba, experimento, tentativa.


ÉNFASIS
Narración de hechos.
Expresión de sentimientos.
Representación de hechos y sentimientos.

Argumentación


PERSONA
Preferentemente 3ª, ocasionalmente 2ª y 1ª.

Preferentemente 1ª (yo lírico)

Rotan las personas en el diálogo.
1ª, 2ª o 3ª.
Ocasionalmente: forma impersonal.


FORMAS
Novela
 Nouvelle o relato, Cuento.

Poema
Prosa lírica.
Tragedia
Comedia
Tragicomedia

Ensayo