sábado, 22 de enero de 2011

"LAS MIL Y UNA NOCHES"

LAS MIL Y UNA NOCHES
Anónimo
Historia de las cinco primeras noches.
¡AQUELLO QUE QUIERA ALAH!
¡EN EL NOMBRE DE ALAH EL CLEMENTE, EL MISERICORDIOSO!
¡QUE LAS LEYENDAS DE LOS ANTIGUOS SEA UNA LECCIÓN PARA LOS MODERNOS, A FIN DE QUE EL HOMBRE APRENDA EN LOS SUCESOS QUE OCURREN A OTROS QUE NO SON ÉL. ENTONCES RESPETARÁ Y COMPARARÁ CON ATENCIÓN LAS PALABRAS DE LOS PUEBLOS PASADOS Y LO QUE A ÉL LE OCURRA, Y SE REPRIMIRÁ.
POR ESTO ¡GLORIA A QUIEN GUARDA A LOS RELATOS DE LOS PRIMEROS COMO LECCIÓN DEDICADA A LOS ÚLTIMOS!

HISTORIA DEL REY SCHAHRIAR Y DE SU HERMANO EL REY SCHAHZAMAN

Cuéntase – pero Alah es más sabio, más prudente más poderosos y más benéfico- que en lo que transcurrió en la antigüedad del tiempo y en lo pasado de la edad, hubo un rey entre los reyes de Sassan, en las islas de la India y la China. Era dueño de ejércitos y señor de auxiliares de servidores y de un séquito numeroso.
Tenía dos hijos, y ambos eran heroicos jinetes, pero el mayor valía más aún que el menor. El mayor reinó en los países, gobernó con justicia entre los hombres, y por eso le querían los habitantes del país y del reino.
LLamábase el rey de Schahriar. Su hermano, llamado Schahzaman, era el rey de Sarmarcanda Al-Ajam.
Siguiendo las cosas el mismo curso, residieron cada uno en su país, y gobernaron con justicia a sus ovejas durante veinte años. Y llegaron ambos al límite del desarrollo y florecimiento.
No dejaron de ser así, hasta que el mayor sintió vehementes deseos de ver a su hermano. Entonces ordenó a su visir que partiese y volviese con él. El visir contestó: -“Escucho y obedezco.”
Partió, pues ,y llegó felizmente por la gracia de ALah; entró en casa de Schahzaman, le transmitió la paz, le dijo que el rey Schahriar deseaba ardientemente verle, y que el objeto de su viaje era invitarle a visitar a su hermano. El rey Schahzaman contestó: -“Escucho y obedezco.”
Dispuso los preparativos de la partida, mandando sacar sus tiendas y sus camellos, y que saliesen sus servidores y sus auxiliares. Nombró su visir gobernador del reino y salió en demanda de las comarcas de su hermano.
Pero a media noche recordó una cosa que había olvidado, volvió a su palacio secretamente y se encaminó a sus aposentos de su esposa a quien pensaba encontrar triste y llorando por su ausencia. Grande fue, pues, su sorpresa al hallarla departiendo con gran familiaridad con un negro, esclavo entre los esclavos. Al ver tal desacato, el mundo se oscureció ante sus ojos. Y se dijo: -“Si ha sobrevenido esto cuando apenas acabo de dejar la ciudad. ¿Cuál sería la conducta de mi esposa si me ausentase algún tiempo para estar con mi hermano?”. Desenvainó inmediatamente y acometiendo a ambos los dejó muertos sobre los tapices del lecho. Volvió a salir, sin perder ni una hora ni un instante, y ordenó la marcha de la comitiva. Y viajó de noche hasta avistar la ciudad de su hermano.
Entonces este se alegró de su proximidad, salió a su encuentro, y al recibirlo, le deseó la paz. Se regocijó hasta los mayores límites del contento, mandó adornar en honor suyo la ciudad y se puso a hablarle lleno de efusión. Pero el rey Schahzaman recordaba la fragilidad de su esposa, y una nube de tristeza le velaba la faz. Su tez se había puesto blanca y su cuerpo se debilitaba. Al verle de tal modo el rey Schahriar creyó en su alma que aquello se debía a haberse alejado de su reino y de su país, lo dejaba estar sin peguntar nada. AL fin, un día, le dijo: -“hermano, tu cuerpo enflaquece y tu cara amarillea”. Y el otro respondió:- “Ay, hermano, tengo en mi interior como una llaga en carne viva”. Pero no le reveló lo que había sucedido con su esposa. El rey SCahariar le dijo:-“Quisiera que me acompañases a cazar, pues así tal vez se esparciera tu espíritu”. El rey Schahazaman no quiso aceptar y su hermano se fue solo a la cacería.
Había en el palacio unas ventanas que daban al jardín, y habiéndose asomado a una de ellas, el rey Schahzaman vio como se abría una puerta secreta para dar salida a veinte esclavas y veinte esclavos, entre los cuales avanzaba la mujer de de su hermano en todo el esplendor de su belleza, y ocultándose para observar lo que hacían, pudo convencerse de que la misma desgracia de que él había sido víctima, la misma o mayor, cabía a su hermano el sultán.
AL ver aquello, pensó el hermano del rey:-“¡Por Alah! Más ligera es mi calamidad que esta otra.” Inmediatamente, dejando que se desvaneciera su aflicción, se dijo:-“¡En verdad, esto es más enorme que cuanto me ocurrió a mí.” Y desde aquel momento volvió a comer y beber cuanto pudo.
A todo esto, el rey, su hermano, volvió de su excursión y ambos se desearon la paz íntimamente. Luego el rey Schahriar observó que su hermano el rey Schahzaman acababa de recobrar el buen color, pues, su semblante había adquirido nueva vida, y advirtió también que comía con toda su alma después de haberse alimentado parcamente en los primeros días. Se asombró de ello, y dijo: -“Hermano, poco ha te veía amarillo de tez y ahora has recuperado los colores. Cuéntame qué te pasa”. EL rey le dijo:- “Te contaré la causa de mi anterior palidez, pero dispénsame de referirte el motivo de haber recobrado los colores.” EL rey replicó:
-“Para entendernos, relata primeramente la causa de tu pérdida de color y debilidad.”
Y se explicó de este modo:-“ sabrás hermano, que cuando enviaste tu visir para requerir mi presencia, hice mis preparativos de marcha y salí de la ciudad. Pero después me acordé de la joya que te destinaba y que te di al llegar a tu palacio. Volví, pues, y encontré a mi mujer y a un esclavo negro departiendo con gran familiaridad. Los maté a los dos, y vine hacia ti, muy atormentado por el recuerdo de tal aventura. Este fue el motivo de mi primera palidez y de mi enflaquecimiento. En cuanto a la causa de haber recobrado mi buen color, dispénsame de mencionarla.”
Cuando su hermano oyó estas palabras, le dijo:-“por Alah te conjuro q que me cuentes la causa de haber recobrado tus colores “. Entonces el rey Schahazaman le refirió cuanto había visto. Y el rey Schahriar dijo:- ante todo, es necesario que mis ojos vean semejante cosa.” Su hermano le respondió:-“finge que vas de caza, espera y escóndete en mis aposentos, y serás testigo del espectáculo: tus ojos lo comprobarán”.
Inmediatamente, el rey mandó que el pregonero divulgase la orden de marcha. Los soldados salieron con sus tiendas fuera de la ciudad. El rey marchó también, se ocultó en su tienda y dijo a sus jóvenes esclavos:- “que nadie entre!”. Luego se disfrazó, salió a hurtadillas y se dirigió a su palacio. Llegó a los aposentos de su hermano y se asomó por la ventana que daba al jardín. Apenas había pasado una hora, cuando salieron las esclavas, rodeando a su señora, y tras ellas los esclavos. E hicieron cuanto había contado Schahzaman.
Cuando vio estas cosas el rey Schahriar, la razón se ausentó de su cabeza y dijo a su hermano: -“marchemos para saber cuál es nuestro destino en el camino de Alah, porque nada de común debemos tener con la realeza hasta encontrar a alguien que haya sufrido una aventura semejante a la nuestra, si no, la muerte será preferible a nuestra vida. Su hermano le contestó lo que era apropiado, y ambos salieron por una puerta secreta del palacio. Y no cesaron de caminar día y noche, hasta que por fin encontraron un árbol, en medio de una solitaria pradera, junto al mar salado. En aquella pradera había un manantial de agua dulce.
Bebieron de ella y se sentaron a descansar.
Apenas había transcurrido una hora de día cuando el mar comenzó a agitarse. De pronto brotó de él una negra columna de humo, que llegó hasta el cielo y se dirigió después hacia la pradera. Los reyes, asustados, se subieron a la cima de árbol que era muy alto, y se pusieron a mirar lo que tal cosa pudiera ser. Y he aquí que la columna de humo se convirtió en un efrit de elevada estatura, poderoso de hombros y robusto de pecho. Llevaba un arca sobre la cabeza. Puso el pie en el suelo, y se dirigió hacia el árbol y se sentó debajo de él. Levantó entonces la tapa del arca, sacó de ella una caja, la abrió y apareció en seguida una encantadora joven, de espléndida hermosura, luminosa como el sol (…).
Después que el efrit hubo contemplado a la hermosa joven, le dijo:-“oh soberana de las sederías! ¡Oh tú, a quién rapté el mismo día de tu boda! Quisiera dormir un poco”. Y el efrit colocó la cabeza en las rodillas de la joven y se durmió.
Entonces la joven levantó la cabeza hacia la copa del árbol y vio ocultos entre las ramas de árbol, a los dos reyes. En seguida apartó de sus rodillas la cabeza del efrit, la puso en el suelo, y les dijo por señas: “bajad, y no tengáis miedo de este efrit”. Por señas, le respondieron: -“¡por Alah sobre ti! ¡Dispénsanos de lance tan peligroso!”.
Ella les dijo:- “¡por Alah sobre vosotros! Bajad en seguida si no queréis que avise al efrit; que os dará la peor muerte”. Entonces, asustados, bajaron hasta donde estaba ella, la joven los tomó de las manos, se internó con ellos en el bosque y les exigió algo que ellos no pudieron negarle. Una vez estuvieron cumplidos sus deseos sacó del bolsillo un saquito y del saquito un collar compuesto de quinientas sortijas con sellos, y les preguntó:-“¿Sabéis qué es esto?”. Ellos contestaron: -“No lo sabemos”. Entonces la joven les explicó:- los dueños de estos anillos hicieron lo mismo que vosotros junto a los cuernos insensibles de este efrit. De suerte que me vais a dar vuestros anillos.” Lo hicieron así, sacándoselos de los dedos, y ella entonces les dijo:-“sabed que este efrit me robó la noche de mi boda; me encerró en esa caja, metió la caja en el arca, le echó siete candados y la arrastró al fondo del mar, allí donde se combaten las olas. Pero este efrit no sabe que cuando una mujer desea alguna cosa , no hay quien la venza.”
Los dos hermanos, al oír estas palabras, se maravillaron hasta más no poder, y se dijeron uno a otro:-“si este es un efrit, y a pesar de su poderío le han ocurrido cosas más enormes que a nosotros, esta aventura debe consolarnos”. Inmediatamente se despidieron de la joven y regresaron cada uno a su ciudad. (…)

"EL RAYO DE LUNA" GUSTAVO A. BÉCQUER (fragmento)

El rayo de luna
(fragmento)
Gustavo Adolfo Bécquer
Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.
Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.
Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.
Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.
-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas veces su madre.
-No sabemos -respondían sus servidores:- acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes.
Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.
Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.
Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo.
En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar como un junco.
Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas.(…)
Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río.
En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus muros, aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas.(…)
Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente.
Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.
La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.
En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.
-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!..., ¡a estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.
Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.
-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie!
-¡Ah!, por aquí, por aquí va -exclamó entonces-. Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos; -y corría y corría como un loco de aquí para allá, y no la veía. -Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra vez;- creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado... ¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera... Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus propios pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!
Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada.
Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San Saturio.
-Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto -exclamó trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.
Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.
Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.
La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.
En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.
Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.
Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura.
Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro; ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.
Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas, corriendo al azar de un sitio a otro.
Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente.
-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive. Ella entró por el postigo de San Saturio... por el postigo de San Saturio se viene a este barrio... en este barrio hay una casa, donde pasada la media noche aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.
En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento.
Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero reapareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.
Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.
-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal -ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:
-En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.
-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;- ¿y su hija, o su hermana; o su esposa, o lo que sea?
-No tiene ninguna mujer consigo.
-¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?
-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.
Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.
-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir... pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras... ¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso... pero aún sin saberlo la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca(….)
¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí... no hay duda; azules deben de ser, azules son, seguramente; y sus cabellos negros, muy negros y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros... no me engaño, no; eran negros.
¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer alta... porque... ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito! ¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música.
Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu humano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma? (…)
Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses, durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de atravesar absorto en estas ideas el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.
La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.
Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.
Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.
Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.
Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe al fin una carcajada, una carcajada sonora, estridente, horrible.
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante.
Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.
Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre, ni a los consuelos de sus servidores.
-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla;- ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que amándote pueda hacerte feliz?
-¡El amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven.
-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos;- os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.
-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.
-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal?
-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial-; no quiero nada... es decir, sí quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas... mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna.
Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio.



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